Sin patentes, sin diseñar soluciones a los problemas reales de la sociedad y de los sectores industriales, estaremos enseñando contenidos obsoletos o irrelevantes; es decir, enseñar de manera ineficiente y promover el modelo de universidad como “ascensor social” que apuntaba Ignacio Martín-Baró en los años 70. ¿Seguimos siendo los mismos o estamos cambiando?
En el marco del proceso de reforma a la Ley de Educación Superior, se ha abordado el tema del porcentaje del presupuesto destinado a la investigación institucional; los románticos y arriesgados apuntan al menos al 5%, los más conservadores y mercantiles defienden el 2,5%. ¿Merece la pena legislar sobre este porcentaje…?
Durante los años que desarrollé mi función como par evaluador de la Educación Superior, una de las principales debilidades detectadas en los procesos fue el dato de la estimación o presupuesto de la función científica institucional, incluyendo su prorrateo bilateral.
A pesar de que existen manuales específicos y técnicos para entender la organización investigativa – Frascati (7ª edición), Oslo o Bogotá – las Instituciones de Educación Superior (IES) suelen presentar presupuestos desequilibrados o maquillados; unas veces por ignorancia otras veces para ocultar una realidad.
La OCDE, desde 1963, cuando celebró una reunión de expertos nacionales en estadísticas de investigación y desarrollo experimental (I+D) en Villa Falconieri, Frascati (Italia), creó la primera versión oficial del Proposed Practice Standard for Research and Development Surveys. Desarrollo Experimental, más conocido como el «Manual de Frascati». Más allá de este reglamento técnico, las IES deberían considerar construir su presupuesto científico institucional sobre los siguientes criterios:
1.- Compra de equipos científicos, laboratorios, simuladores o software y su mantenimiento; 2.- Salarios del personal de planta, incluyendo apoyo administrativo y técnico (más beneficios); 3.- Publicaciones y difusión; 4.- Actividades científicas, organización o participación (congresos, logística, viajes, etc.); 5.- Porcentaje -en base a metros cuadrados- de los servicios de internet, agua, electricidad, seguridad y otros relacionados con la operación.
Por ejemplo, si una institución educativa paga una factura eléctrica mensual de US$1.500 por su campus, en un área de 1.000 m², y las oficinas y/o laboratorios vinculados al trabajo científico representan 125 m²; el dato a incluir en el presupuesto sería de $187.50 (mensual). Lo mismo se aplicaría para los demás servicios. La clave en la distribución de los servicios es tener identificados y justificados los metros cuadrados de los espacios científicos, oficinas, laboratorios y demás lugares vinculados a la función.
Así como en esta función universitaria existe una visión generalizada del “gasto”, también será importante incluir el punto de vista de la “inversión” y sobre todo medir el “retorno”; cada vez que aparezca en medios impresos, radiales o televisivos una nota de prensa vinculada a un proyecto de investigación institucional, este retorno deberá calcularse en base a pulgadas publicadas o minutos al aire; También habría que medir el impacto digital en redes sociales a la hora de publicar material científico, cuántas visualizaciones o descargas genera ese contenido.
Lo anterior se debe sumar a las proyecciones de ingresos impagos. ¿Y cuando llega un visitante a la institución? ¿O cuando pretendemos proyectar la imagen institucional? ¿Qué se suele hacer? Entregar libros o revistas, visitar o hablar de los laboratorios o exponer los principales logros científicos. Estos son imagen y reputación y también tienen un valor.
Muchas de las universidades de élite del primer mundo ostentan sus Premios Nobel, Medallas de Ciencias (Australian Natural History; Clarke; IEEE honor; De Morgan; Edison IEEE; Lomonosov; Mendel; etc.), reconocimiento científico de alto nivel, factor de impacto en principales revistas o bases de datos, Premios María Moors Cabot, entre muchos otros.
En efecto, la reputación y la imagen real de una universidad o institución de educación superior no se construye con marketing, con tarifas bajas o con publirreportajes, son contribuciones científicas basadas en evidencia que hablan de calidad y relevancia académica y científica.
Esto nos lleva también al análisis de los presupuestos de las cuatro grandes áreas de actuación: Docencia, Proyección Social, Administración e Investigación; Siempre que venía a evaluar una institución, solicitaba estos datos en un gráfico circular, y allí se intuían visualmente las prioridades institucionales. Menos del 3 o 5% se dedicaba a la investigación, otro 3 o 5% a la proyección social, y el 90% restante se repartía entre docencia y administración. ¿Realmente importa la ciencia?
Para algunos «académicos» la docencia genera ingresos, mientras que la investigación genera gastos; esto es así cuando prevalece la visión mercantilista de la educación superior. La pregunta de fondo es: ¿Qué se enseña en una institución que no invierte en investigación? ¿Conocimiento obsoleto o conocimiento de otros contextos? ¿Soluciones irreales o imaginativas? Llevamos muchos años así, demasiados y seguimos repitiendo el patrón: no hay patentes universitarias, no hay una buena relación universidad-empresa y seguimos dependiendo de las remesas; este es el modelo del subdesarrollo, como diría Andrés Oppenheimer: “Mientras Corea del Sur registró 17.000 patentes en la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual el año pasado, todos los países latinoamericanos en conjunto registraron solo 537. La falta de innovación es una receta para el atraso” (Twitter , 6 de agosto de 2019).
Sin patentes, sin diseñar soluciones a los problemas reales de la sociedad y de los sectores industriales, estaremos enseñando contenidos obsoletos o irrelevantes; es decir, enseñar de manera ineficiente y promover el modelo de universidad como “ascensor social” que apuntaba Ignacio Martín-Baró en los años 70. ¿Seguimos siendo los mismos o estamos cambiando?
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